La avaricia rompe el saco y otras historias de éxito

12 dic 2012 0 comentarios



Todos soñamos con el éxito, aunque esta idea va poco más allá de ser un concepto que algo fácilmente explicable. La idea de éxito es tan abstracta como la de fracaso. Si bien para unos, es suficiente conformarse con sus 5 minutos de gloria (y si es televisiva vía TDT, aun mejor), otros aspiran (vanamente) al éxito que presuponen conlleva ser rico, famoso o incluso feliz.
Y digo abstracto, no porque no sean reales sino que por la vaguedad de su definición resultan imposibles de cumplir.
Aspiramos a alcanzar unos ideales que a menudo nos vienen por herencia. Algo así como el cumplimiento de unos estándares para pasar el control de calidad vital. Aunque ello suponga que no nos detengamos (aunque sea unos segundos) a cuestionar estos sueños. Y todo, porque cuestionarse no está de moda.

La avaricia, la soberbia y la envidia forman parte de los siete pecados capitales que la tradición cristiana ha aplicado en sus preceptos morales desde la antigüedad. Sin embargo, todos ellos están en relación de un modo u otro con el cumplimiento de nuestros objetivos y consecuentemente, con nuestra idea de éxito.
Adoptamos la idea del éxito de aquello que se presupone positivo dentro de nuestro ámbito cultural. Estas ideas implican seguir un modelo, el modelo de los que ya alcanzaron el éxito antes que nosotros y a los que sin duda envidiamos. Pero es traicionero, según alcanzas una meta ya quieres conseguir la siguiente. No es duradero, se basa en el alcance momentáneo del ideal que perseguimos, sin embargo, una vez lo conseguimos si no hacemos nada para mejorarlo o mantenerlo, lo perdemos. De ahí surge la avaricia: nunca es suficiente.
Y no sólo de metas simples se vale el éxito, hay que saber venderse y venderse bien. Con convicción, creyéndoselo, haciendo suyo el eslogan del “porque yo lo valgo” y cuidado en alabar a la competencia. La soberbia está servida.

Lo peor de todo es que las virtudes que contraponen estos pecados tampoco parecen ayudar.
La humildad acaba convirtiéndose más en falsa modestia que un sentimiento sincero y si nos descuidamos y vamos de buenos, se nos tacha de tontos.
Ante la envidia se nos insta a la caridad, pero la caridad hoy en día viene más por el hecho de que nos pidan que porque estemos dispuestos a dar. Y tampoco nos soluciona el problema la generosidad: Debemos dar sin esperar nada a cambio, pero aquel que no haya dado esperando un beneficio positivo que levante la mano (por si aquello del karma existiera, que nunca se sabe).
Sin afán moralizador ni trasfondo religioso, con todo lo anterior sólo pretendo aportar un punto de partida a los principales errores con los que nos enfrentamos cuando tratamos el tema del éxito. Valga de ejemplo como referente de aquellos consejos que se nos suelen dar y que (afortunadamente) no siempre seguimos.

Pero como no podía acabar así, sin pasar a formar parte de la troupe moralizadora, aportaré mi granito de arena planteando mi propia tanda de pecados-virtudes que más que ser bipolares, se confunden en grados dentro de la misma categoría. Esto es algo tan simple como que depende de cómo se apliquen y tirando de expresiones populares, todo en exceso es malo, pero quien no llora no mama (dicho queda).
La ambición, la perseverancia y la inspiración son los contrapuntos de los anteriores: Debemos ser ambiciosos, apuntar alto y creer en nuestro potencial. Debemos trabajar en ello constantemente y buscar ayuda en aquellos a los que admiramos. Pero, sin embargo, la copia (sin aportar nada nuevo) no está bien vista, el ego excesivo no está aprobado y el trabajo enfermizo no es positivo.
Encontrar el equilibrio en la escala entre el exceso y defecto, ya es cosa de cada cual.


Imagen vía: Ubuntulife

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