Todos soñamos con el
éxito, aunque esta idea va poco más allá de ser un concepto que
algo fácilmente explicable. La idea de éxito es tan abstracta
como la de fracaso. Si bien para unos, es suficiente conformarse
con sus 5 minutos de gloria (y si es televisiva vía TDT, aun mejor),
otros aspiran (vanamente) al éxito que presuponen conlleva ser rico,
famoso o incluso feliz.
Y digo abstracto, no
porque no sean reales sino que por la vaguedad de su definición
resultan imposibles de cumplir.
Aspiramos a alcanzar unos
ideales que a menudo nos vienen por herencia. Algo así como el
cumplimiento de unos estándares para pasar el control de calidad
vital. Aunque ello suponga que no nos detengamos (aunque sea unos
segundos) a cuestionar estos sueños. Y todo, porque cuestionarse no está de moda.
La avaricia, la
soberbia y la envidia forman parte de los siete pecados capitales
que la tradición cristiana ha aplicado en sus preceptos morales
desde la antigüedad. Sin embargo, todos ellos están en relación de
un modo u otro con el cumplimiento de nuestros objetivos y
consecuentemente, con nuestra idea de éxito.
Adoptamos la idea del
éxito de aquello que se presupone positivo dentro de nuestro ámbito
cultural. Estas ideas implican seguir un modelo, el modelo de
los que ya alcanzaron el éxito antes que nosotros y a los que sin
duda envidiamos. Pero es traicionero, según alcanzas una meta ya
quieres conseguir la siguiente. No es duradero, se basa en el alcance
momentáneo del ideal que perseguimos, sin embargo, una vez lo
conseguimos si no hacemos nada para mejorarlo o mantenerlo, lo
perdemos. De ahí surge la avaricia: nunca es suficiente.
Y no sólo de metas
simples se vale el éxito, hay que saber venderse y venderse bien.
Con convicción, creyéndoselo, haciendo suyo el eslogan del “porque
yo lo valgo” y cuidado en alabar a la competencia. La soberbia está
servida.
Lo peor de todo es que
las virtudes que contraponen estos pecados tampoco parecen
ayudar.
La humildad acaba
convirtiéndose más en falsa modestia que un sentimiento sincero y
si nos descuidamos y vamos de buenos, se nos tacha de tontos.
Ante la envidia se nos
insta a la caridad, pero la caridad hoy en día viene más por el
hecho de que nos pidan que porque estemos dispuestos a dar. Y tampoco
nos soluciona el problema la generosidad: Debemos dar sin esperar
nada a cambio, pero aquel que no haya dado esperando un beneficio
positivo que levante la mano (por si aquello del karma existiera, que
nunca se sabe).
Sin afán moralizador ni
trasfondo religioso, con todo lo anterior sólo pretendo aportar un
punto de partida a los principales errores con los que nos
enfrentamos cuando tratamos el tema del éxito. Valga de ejemplo como
referente de aquellos consejos que se nos suelen dar y que
(afortunadamente) no siempre seguimos.
Pero como no podía
acabar así, sin pasar a formar parte de la
troupe moralizadora, aportaré
mi granito de arena planteando mi propia tanda de pecados-virtudes
que más que ser bipolares, se confunden en grados dentro de la misma
categoría. Esto es algo tan simple como que depende de cómo se
apliquen y tirando de expresiones populares, todo en exceso es malo,
pero quien no llora no mama (dicho queda).
La ambición, la
perseverancia y la inspiración son los contrapuntos de los
anteriores: Debemos ser ambiciosos, apuntar alto y creer en nuestro
potencial. Debemos trabajar en ello constantemente y buscar ayuda en
aquellos a los que admiramos. Pero, sin embargo, la copia (sin
aportar nada nuevo) no está bien vista, el ego excesivo no está
aprobado y el trabajo enfermizo no es positivo.
Encontrar el
equilibrio en la escala entre el exceso y defecto, ya es cosa de cada
cual.
Imagen vía: Ubuntulife
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